Dos empresas europeas productoras de pasta de celulosa de eucalipto se aprestan a
concretar sus proyectos fabriles en las inmediaciones de Fray Bentos, sobre la ribera del
río Uruguay. La inversión extranjera, ese maná tan buscado por las sucesivas
conducciones económicas que han pasado, y también la nueva que asumió días pasados,
vuelve a mostrar su cara contradictoria, su dualidad, que divide al país en dos bandos
contrapuestos. No es fácil poner en tela de juicio inversiones que ascenderían a más de
1.500 millones de dólares. Ni qué decirlo para los gobernantes de cualquier pelo,
deseosos de mostrar a corto plazo realizaciones tangibles y colosales, generación de
empleo, etcétera. Pero más allá del marketing que realizan los inversores, y de los
entusiasmos de los gobernantes de turno, necesitamos dar una mirada más profunda.
Para la sociedad, en este momento de decisiones, lo que importa es la perspectiva de
mediano y largo plazo, identificar con claridad cuánto de esa tremenda torta de riqueza
aparente quedará y se derramará en el país para resolver los problemas de la gente,
cómo encajan estos proyectos con la historia y la estrategia global más factible que tiene
el país por delante. Una estrategia que, en este país joven y extraordinariamente dotado
por la naturaleza, asigna gran relevancia a la valorización y sustentabilidad de sus
recursos naturales (“Uruguay Natural”), en un concierto mundial donde las viejas
sociedades occidentales han transformado y agotado sus ecosistemas básicos.
No menos importante es cuestionar en qué grado este tipo de proyectos con estos
montos de inversión, y de origen extranjero, se vinculan a una propuesta progresista de
gobierno, que apunta a un modelo participativo y democrático de la gestión económica
(además de la social y política). Bueno es señalar que éste es un típico tema de la
llamada ciencia posnormal: los problemas en juego se refieren a sistemas naturales y
sociales altamente complejos, los resultados previstos tienen una amplia incertidumbre,
las respuestas son probabilísticas, diferentes grupos de ciudadanos tienen,
legítimamente, distintas percepciones ambientales, diversas aversiones al riesgo, y
valoraciones sociales y políticas contrastantes. Por lo tanto, no es un tema que incumba
solamente a los científicos y técnicos, o a los economistas, o a algún ministro
iluminado; Juan Pueblo es un actor clave en esta decisión, y se debe articular una
movilización social que “permita leer” por dónde va la decisión nacional. Un reciente
plebiscito sobre la gestión de los recursos hídricos proporciona pistas sobre la
sensibilidad ciudadana en esta área de problemas. El análisis recorre primero el ámbito
de la economía convencional, luego repasa los costos ambientales más notorios, e invita
a los lectores/as a que estimen el saldo neto actualizado de beneficios para la vida
nacional. Los ejemplos se refieren al proyecto de Botnia, por ser el más grande y el que
va en curso de concretarse primero. No es trivial, sin embargo, que los proyectos sean
dos, ubicados a menos de cinco quilómetros uno de otro; la congestión de impactos
ambientales de los dos proyectos en un pequeño territorio sólo puede ser desconocida
por la Dirección Nacional de Medio Ambiente (Dinama), que los aprobó en forma
individual. Desde una perspectiva económica, interesa considerar qué agrega el
proyecto a la economía nacional, frente a la alternativa de su no concreción.
Es conveniente remarcar el término nacional: no interesa para esta discusión el proyecto
en términos abstractos, como se lo plantea habitualmente. El proyecto llega cuando los
montes ya están implantados y próximos a su turno de cosecha; las superficies
existentes ya aseguran la materia prima necesaria. Si no se concretara la planta, los rolos
de eucalipto serán transportados a los puertos – como ya ocurre actualmente- ,
posiblemente chipeados, y embarcados con destino a ultramar. Por lo tanto, las
plantaciones, los fletes a la planta (puerto), y el chipeado no constituyen valor agregado
por esta empresa y el proyecto. Los productores forestales también ya reciben los
precios internacionales de la madera para celulosa, como materia prima para ese fin. No
hay razones para pensar que el precio que percibirán los propietarios de las plantaciones
por la venta de la madera, si se instalara la planta de celulosa, será más elevado que el
obtenido por la venta de los chips en el mercado internacional; al contrario, la
experiencia histórica de estas agroindustrias en otras partes del mundo subdesarrollado,
con tal poder de mercado y político, muestra que terminan con toda la competencia
local y fijan precios convenientes a sus intereses. El único valor agregado posible a la
realidad actual está en la propia planta. Desde el punto de vista nacional, el único valor
agregado es el que captan los nuevos empleos directos generados. Nos concretamos a la
fase en que la planta estará en operaciones, lo relevante en el análisis de mediano y
largo plazo; la construcción de la planta es un proceso transitorio y no cambia el
argumento. Anualmente se generará empleo para 300 personas, según la empresa; unos
30 corresponden a los cargos de dirección y técnicos especializados, posiblemente
extranjeros, por lo que el aporte bruto al país será de 270 personas con buenos empleos.
Aunque algunos prominentes hombres de gobierno hayan aceptado acríticamente la
cifra de 8 mil empleos publicitados por la empresa, la realidad es mucho más modesta.
Desde el punto de vista del país no existen otros valores agregados: la empresa está en
una “zona franca” que le asignó el gobierno, y por lo tanto no paga los impuestos
nacionales. Los principales insumos y servicios, incluyendo la energía que requerirá la
planta, son de origen internacional; tampoco habrá servicios portuarios porque las
plantas tienen sus terminales portuarias propias. Esa primera transformación industrial
no alimentará otras industrias de alto valor agregado en el país. Por lo tanto, no existirán
encadenamientos y dinamismos significativos “hacia atrás y hacia adelante” de la
empresa, en la perspectiva del país. Las utilidades económicas volarán a reunirse con
los propietarios internacionales de las plantas, para remunerar convenientemente las
inversiones y el riesgo. El Ministerio de Economía se deberá contentar con registrar la
facturación de la empresa en las exportaciones de Uruguay, y señalar las cifras del
desempeño de la planta en la estimación del producto bruto interno. Ahora corresponde
visualizar los antivalores agregados a la vida nacional: los diversos impactos
ambientales que caracterizan a las plantas de celulosa en todo el mundo. El punto
central es el tema del agua, por los volúmenes que requiere y contamina una planta de
esta naturaleza, por el carácter estratégico de este recurso en este momento de la historia
de la humanidad, y por la valoración que recientemente ha realizado la ciudadanía
uruguaya a ese respecto. En el caso de Botnia, la planta utilizará todos los días 86 mil
metros cúbicos de agua (u 86 millones de litros). Se puede visualizar este volumen en
términos de camiones cisternas de 20 mil litros diciendo que todas las mañanas la planta
sacará del río Uruguay 4.300 de estas unidades. El 80 por ciento de este volumen (3.440
camiones cisternas, para seguir con la ilustración) volverá todos los días al río, pero
ahora con una carga de contaminantes diversos que afectarán mortalmente la biología
del río y el conjunto del ecosistema, las usinas potabilizadoras de agua para consumo
humano y los usos diversos del recurso para las poblaciones asentadas en las márgenes
(Fray Bentos, Las Cañas, Gualeguaychú, Nueva Palmira, Carmelo, Colonia), también
los usos agrícolas del agua para el riego de cultivos y el suministro de agua a los
ganados, etcétera.
Estos impactos significan en algunos casos incrementos de costos sociales directos –
impactos negativos sobre la salud humana, sobre los costos directos de potabilización
del agua para consumo, sobre los usos agropecuarios- y en otros casos reducirán
drásticamente actividades de las cuales hoy dependen muchas personas, y/o que tienen
muy buenas perspectivas hacia el futuro: la pesca artesanal, la pesca y la navegación
deportivas, el turismo local (el balneario Las Cañas, Carmelo), la apicultura. Nos
negamos a valorar financieramente las afectaciones que se producirán sobre la
diversidad biológica del ecosistema del “río de los pájaros pintados” y sus afluentes,
pero no dudemos que también estará esa factura. ¿Cuántos empleos actuales vamos a
perder por estos impactos, o cuántos nuevos empleos no vamos a generar a partir de la
existencia de la planta? Es fácil estimar este concepto en dos (540), tres (810), cuatro
veces (1.080), el número de empleos que eventualmente generará la planta. Otro aspecto
a tener en cuenta en la realización del balance es la conducta del país en el manejo de un
ecosistema compartido internacionalmente, como lo es el río Uruguay. Los socios que
lo comparten nos medirán con el cartabón que estamos proponiendo. Si el juego es
contaminar, difícilmente habrá posibilidades de exigir y reclamar cuando nuestros
vecinos tomen decisiones de este tipo, que seguramente vendrán. Una conducta clara en
la defensa ambiental es la única posibilidad de exigir reciprocidad en las negociaciones
regionales. Estos proyectos asumen la forma típica de economías de enclave. Se
denominó así en los años cincuenta a emprendimientos de empresas trasnacionales en el
Tercer Mundo, donde se producían cultivos tropicales para la exportación al mundo
desarrollado, que constituían verdaderos oasis productivos y tecnológicos pero en un
circuito cerrado, con una reducida interacción con la economía local. Al igual que estas
empresas fabricantes de celulosa, tenían sus propios puertos por donde se comunicaban
con sus mercados. En sus orígenes, emprendimientos de este tipo fueron frecuentes en
las denominadas “republiquetas bananeras”; la historia de la United Fruit en América
Central es emblemática. Sus entornos geográficos y los países anfitriones continuaron
en forma miserable. Además corrompieron la vida local y nacional con sus
concentraciones de poder.
por Carlos Pérrez Arrarte, Investigador del Ciedur, profesor de economía ecológica en la Maestría de Ciencias
Ambientales, Facultad de Ciencias. Adherente del grupo Guayubira (cperez@chasque.net)
Fuente: Semanario Brecha – 24/3/2005