En 1951, conjuntamente con la FAO, el Banco Mundial hizo una serie de recomendaciones sobre el desarrollo forestal del país, que sirvieron de base a la nefasta ley de 1987 que promovió el modelo forestal de monocultivos en gran escala para exportación. En 1989 fue el Banco Mundial quien aportó los dineros que hicieron posible el afianzamiento de dicho modelo a fuerza de una serie de beneficios otorgados al sector forestal: exoneraciones de impuestos, reintegro parcial del costo de plantación, créditos blandos a largo plazo, desgravación de impuestos a la importación de maquinarias y vehículos, construcción de carreteras y puentes, igualdad de beneficios para inversiones del exterior.
Hoy están probados los impactos sociales de ese modelo forestal. Como denunció un conjunto de ciudadanos y productores rurales de los parajes de “Sierra de Los Rocha”, “Las Espinas”, “Los Cerillos” y “Piedra Blanca” en carta al presidente Vázquez: “Esta explotación, en la modalidad mayoritariamente usada (monocultivos) además de los daños ambientales, sociales, culturales, de calidad de empleo, económicos y de pérdida de soberanía que apareja; cambia por completo el modelo agropecuario tradicional-familiar, por otro, capitalista-extranjerizante; que, muy lejos de solucionar los problemas de nuestro país con respecto al empleo y condiciones de vida, empeora esa situación”. Numerosos testimonios y estudios académicos sobre los impactos de la forestación complementan estas denuncias.
Y ahora, el paso siguiente: las fábricas de celulosa, que forman parte del “paquete” del modelo forestal y lo afianzan aún más. No es creíble que una megafábrica como la de Botnia tenga cero contaminación; todos los procesos industriales son contaminantes y hay antecedentes regionales que sustentan nuestra preocupación. No es creíble que Estados Unidos (o cualquier otro país vocero del gran capital) comparta “el interés de promover el desarrollo económico de Uruguay y otras economías de la región”.
Nuevamente el Banco Mundial es funcional al avance de las transnacionales que quieren convertir en mercancía todos los aspectos de la vida. “El conflicto más importante del siglo XXI será la batalla entre las empresas y la democracia”, escribe el periodista George Monbiot.
Así funciona la dependencia, así funciona la globalización, que hace posible la imposición de un modelo de “desarrollo” que se sustenta en la expoliación de los bienes naturales de los países del Sur, generando una riqueza que hasta ahora no ha demostrado que contribuya a resolver las enormes injusticias sociales. Por el contrario, la pobreza y la exclusión han aumentado.
Pensábamos que en la nueva coyuntura del Uruguay se hubiera podido hacer la diferencia e intentar otro camino, el de un desarrollo para la gente, sustentable, local, que tal vez no sea el de los números de la macroeconomía. Se podía haber dado señales de un cambio que indicara la voluntad de salirnos del destino de país dependiente proveedor de las materias primas que dicta la voracidad consumista de los países industrializados, a costa de nuestros ecosistemas. Pero, lamentablemente, no fue así.
Cuando dentro de 50 años los capitales extranjeros que tanto se beneficiaron de las zonas francas y de nuestro generoso territorio dejen nuestros suelos no como “desiertos verdes” sino como “desiertos” a secas, las generaciones futuras nos pedirán cuentas.