Vivimos tiempos difíciles. La humanidad y el planeta estamos sumergidos en una trama de diversas crisis que parecen agravarse o enraizarse cada vez más. La crisis climática se suma a una crisis ambiental más general, y ambas se agravan producto de la crisis económica. Al mismo tiempo, quienes detentan poder para determinar posibles cauces de acción nacional e internacional parecen incapaces de identificar soluciones reales. Las negociaciones internacionales giran en torno a falsas promesas de solución, en medio de un ambiente de complacencia y autoengaño que nos recuerda el traje del emperador: tenemos frente a nosotros la evidencia desnuda que las crisis son graves en extremo, pero sólo escuchamos aplausos para un manto de soluciones que no son tales.
A diferencia de lo que ocurría una década atrás, ya nadie puede esgrimir ausencia de evidencia o de conocimiento acerca de la crisis climática y de la crisis ambiental. Fueron miles y miles de organizaciones, activistas y científicos que se dedicaron a invertir todo tipo de esfuerzos para hacer conciencia en la sociedad y entre las autoridades. La evidencia científica y práctica es tan abrumadora, que los intentos por ignorarlas se baten en retirada. Por momentos, cuesta hoy recordar que no mucho atrás éramos un mundo en que casi todos los gobiernos y empresarios se negaban a reconocer la crisis climática o, en términos más generales, la crisis ambiental. Mientras el calentamiento y el deterioro seguían y seguían, los gobiernos hacían poco o nada y las empresas querían que se hiciera menos aún. Sin embargo, la conciencia acerca del problema pareció abrirse camino de a poco. Hoy, los llamados a cuidar el planeta surgen de todos los rincones. Desde las bombillas de bajo consumo en cada hogar hasta grandes edificios corporativos que no contaminan un ápice, nos rodean los ejemplos sobre cómo todos y cada uno debemos hacernos responsables por las crisis y ayudar a solucionarlas.
¿Será que finalmente logramos concientizar a pueblos, gobiernos y empresarios? En parte claro que sí y en parte claro que no. La información que hemos socializado y la experiencia cotidiana han logrado que sectores extremadamente amplios sepan hoy que los sistemas climáticos y ecológicos han sido profunda y gravemente alterados. Por lo mismo, sólo una agenda ideológica de corte dogmático extremo permite negar en la actualidad que enfrentamos una crisis climática y ambiental de proporciones incalculables. Todo indica, sin embargo, que gobiernos y empresarios no decidieron reconocer lo obvio porque por fin vieron la luz, sino porque finalmente lograron idear o entrever formas de hacer mucho dinero con las crisis que afectan la sobrevivencia del planeta. Todos los grandes actores de las finanzas globales, así como un número creciente de fondos de inversión en cambio climático —tanto públicos como privados— con el apoyo del Banco Mundial, el FMI y los bancos regionales de desarrollo, han elaborado documentos donde resaltan una y otra vez las grandes oportunidades de negocios que se han creado con las alteraciones del clima y los ecosistemas. A ellos se les suma la labor de “cheerleaders” que ejercen, más y más, los gobiernos y los organismos de Naciones Unidas, especialmente el PNUMA, pero también FAO y UNCTAD.
“Creemos que hay disponibles excelentes rentabilidades por las inversiones que se hagan en empresas que se beneficiarán de los esfuerzos por mitigar y adaptarse al cambio climático. Enfrentar el cambio climático probablemente será el mayor tema de inversión a nivel global en los próximos 20 años y más.” – Robin Stoakley, Director de Schroders Climate Change Fund
A esta nueva posible área de negocios se le ha denominado “economía verde”. De abarcar casi exclusivamente las actividades relacionadas con la generación de energía a partir de fuentes distintas al petróleo, el concepto hoy se usa de manera más amplia para incluir: la comercialización de todos los bienes que nos entrega la Naturaleza (desde el agua, la biodiversidad y la tierra, hasta el aire, la belleza escénica, la recarga de los ríos y lagos y cuanto proceso natural para el cual se invente una forma de venderlo) y todas las actividades económicas que surgen de iniciativas para supuestamente mitigar el cambio climático y el deterioro ambiental, para adaptarse a ellos o para responder a sus efectos, especialmente los efectos nocivos. Agencias como el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), y muchos gobiernos, utilizan en sus documentos una definición que incluye consideraciones de sustentabilidad, combate a la pobreza, equidad e inclusión. Pero tales definiciones se derrumban al mirar ejemplos concretos de implementación (como los que se discuten en este libro) y en especial al leer documentos destinados a inversionistas del mundo entero. A fin de cuentas son los inversionistas los que están dando forma real a la economía verde.
Las cifras son aún vagas. Los estudios y documentos corporativos y gubernamentales aseguran una y otra vez que existen grandes oportunidades para acumular riquezas (en el orden de los billones de dólares), pero no explican sus cálculos sobre el futuro ni dan cifras generales más precisas. En el mejor de los casos, discuten los casos existentes que actualmente se consideran exitosos. Aun así, las posibilidades de hacer ganancias parecieran ser mayúsculas. Morgan Stanley, que ha sido de las pocas entidades que ha dado cifras concretas, indicó en 2007 que nada más en el sector de las “energías limpias” habría ingresos del orden de billones de dólares para el año 2030. Actualmente, sólo el mercado de carbono mueve globalmente cerca de 180 mil millones de dólares al año. El mercado total de bienes y servicios “bajos en carbono” (que incluye sólo parte de los servicios de adaptación) superaría en la actualidad los 5 y medio billones de dólares anuales (más del 7% del producto interno bruto global) y está creciendo de manera acelerada. Esta cifra queda pequeña frente a lo que significa privatizar la naturaleza en su conjunto. La cifra dada muy al principio por uno de los promotores pioneros de la economía verde es que si todo lo que entrega la naturaleza fuese convertido en mercancía, el negocio que se crearía es equivalente a unas dos veces el producto bruto mundial en su cálculo más conservador.
Sin embargo, no importa cuán brillante se calcule, se vea o se pinte el futuro de las “inversiones verdes”, la economía verde sigue siendo hasta el momento una apuesta especulativa. Nadie sabe exactamente cuánta riqueza se podrá acumular, quién la acumulará, cómo será posible acumularla, ni exactamente en qué campo. Es este carácter especulativo lo que permite entender muchas de las características actuales de los “emprendimientos verdes” y especialmente de lo que está ocurriendo con las negociaciones internacionales en torno al cambio climático y medio ambiente. Lo que vemos hoy es cómo los grandes capitales buscan crear condiciones para mover todas las piezas necesarias, no importa cuán significativas, para así efectivamente garantizar que la economía verde se convierta en un meganegocio. Para ello se necesitan manos libres y cualquier obligación o compromiso vinculante puede ser una molestia. De allí se entiende la aparente paradoja de que justo en el momento en que parecemos estar todos de acuerdo no sólo sobre la existencia del problema, sino además acerca de su gravedad y urgencia, se derrumban (casi podríamos decir por consenso gubernamental-empresarial) los pocos e insuficientes compromisos para hacer algo al respecto.
Acceder al artículo completo en: http://www.guayubira.org.uy/images/web2012/EconomiaVerdeGrainATALCWRM.pdf
* Este texto es parte de una publicación conjunta realizada por las organizaciones GRAIN, Movimiento Mundial por los Bosques (WRM) y Amigos de la Tierra América Latina y el Caribe (ATALC), que será difundida ampliamente durante la Cumbre de los Pueblos en junio de 2012.