Uruguay: o con las plantas de celulosa y la forestación o con la gente

Uruguay ha sido uno de los países de la región que mejor y más pronto ha cumplido los deberes que otros le dictaron.

Ya en 1951, una misión conjunta de la FAO y el Banco Mundial hizo una serie de recomendaciones sobre el desarrollo forestal del país, que constituyeron la base de las leyes forestales aprobadas en 1968 y 1987. Su visión implicaba la promoción de plantaciones de especies aptas para la industria de la madera en el marco de un modelo exportador para el cual el manejo forestal es una actividad empresarial o fabril más.

En 1985, la Agencia de Cooperación Internacional de Japón (JICA) vino a estas tierras a estudiar la viabilidad económica y financiera de la instalación de una fábrica de pulpa kraft. Tanta fue su incidencia que el Plan Nacional de Forestación promulgado por el gobierno en julio de 1988 se basa explícitamente en el “Estudio de plan maestro para el establecimiento de plantaciones de árboles y utilización de la madera plantada [sic] en la República Oriental del Uruguay” publicado por la JICA en marzo de ese mismo año, que propulsa la forestación masiva con pino y eucalipto.

Fue luego el Banco Mundial quien aportó en 1989 los recursos que hicieron posible el afianzamiento del modelo exportador forestal de troncos de eucalipto para celulosa. Esa inyección de dineros permitió otorgar una serie de beneficios al sector forestal: exoneraciones de impuestos, reintegro parcial del costo de plantación, créditos blandos a largo plazo, desgravación de impuestos a la importación de maquinarias y vehículos, construcción de carreteras y puentes, igualdad de beneficios para inversiones del exterior. La inversión en el sector se catapultó, a expensas de subsidios pagados por el resto de la sociedad (estimados a la fecha en más de 400 millones de dólares) y de la destrucción de las praderas y los pocos ejemplares remanentes de bosque indígena en áreas de serranía. Otra consecuencia fue el aumento de la concentración de la tenencia de la tierra y su profunda extranjerización, sumado a un incremento del despoblamiento del campo.

El modelo de plantaciones forestales al estilo “desierto verde” se instaló en el Uruguay sin cumplir las promesas de empleo que había hecho; según datos oficiales del Censo Agropecuario generó menos empleos permanentes que la propia ganadería extensiva, considerada hasta ahora la más ineficiente en materia de empleos generados por hectárea. Por otro lado, los pocos empleos creados se hicieron a expensas de los que se perdieron en las actividades que se sustituyeron, y con igual o peor calidad de las condiciones de trabajo y la remuneración.

Con esos antecedentes y en ese contexto se presentan en 2003 dos proyectos –uno de la empresa española Ence y otro de la empresa finlandesa Botnia, a su vez asociada a UPN/Kymmene– para la instalación de plantas de celulosa sobre el río Uruguay, que limita con la Argentina, a 5 Km. de la ciudad de Fray Bentos y a poco más del centro turístico de “Las Cañas”.

La propuesta de Ence –con un turbio historial de crímenes ambientales en su país de origen– de instalar una planta de celulosa ECF (ver en este mismo boletín “La obtención de la celulosa”) ha sido resistida por ambientalistas uruguayos y argentinos de ambas márgenes del Río Uruguay (ver Boletín Nº 75 del WRM). Botnia, de guante blanco y con una oferta de inversión de mil millones de dólares que en el Uruguay devaluado y empobrecido hace brillar los ojos a más de un@, también propone la instalación de una planta ECF. Cuenta a su favor con una imagen “más limpia” producto de las estrictas normativas ambientales impuestas en su propio país y de un abordaje más inteligente, con visos participativos, que le granjeó algunos apoyos. Sin embargo, consciente de los problemas que puede enfrentar, se preocupó por lograr que el Parlamento uruguayo aprobara un “Acuerdo con el Gobierno de la República de Finlandia relativo a la promoción y protección de inversiones”, que en realidad tiene nombre y apellido: Botnia. Mediante este acuerdo, la empresa se asegura el apoyo y la protección constante del Estado uruguayo a sus inversiones, previendo incluso la restitución de posibles pérdidas por causa –entre otras– de “manifestaciones”.

Es una forma de abrir el paraguas antes de que llueva. Y no en vano. Si bien ante los temores expresados de la posible contaminación del río Uruguay y de la zona se insiste en que la planta proyectada será totalmente inocua, no es posible negar que estos megaproyectos conllevan grandes riesgos. Y más aún en estas latitudes, donde bien se sabe que los controles ambientales de un Estado desmantelado como el uruguayo son débiles.

El fuerte de las empresas y de quienes las apoyan es la promesa de creación de puestos de trabajo en un medio con un altísimo nivel de desocupación. Pero las cuentas están incompletas, pues no contabilizan las fuentes de trabajo locales que se perderían justamente por los posibles impactos de las plantas de celulosa –desde el característico olor a “huevo podrido” hasta la contaminación del río– en el rubro turístico, la pesca, la horticultura orgánica, la apicultura. Y por otra parte, dicho por la propia empresa Botnia, de los prometidos 300 puestos de trabajo, 292 serían ocupados por personal muy calificado, con lo cual el grueso de la población no cambiaría sustancialmente su situación.

Mientras, la sociedad local, nacional y regional ha hecho oír su disenso. La integración de uruguayos y argentinos preocupados por la posibilidad de la instalación de una planta (o dos) de celulosa que contamine el agua y el aire en la cuenca del río Uruguay, común a ambos países, ha tomado forma en la Red Socioambiental. Entre sus múltiples actividades, en octubre del año pasado, la Red planeó un encuentro de uruguayos y argentinos en el medio del puente internacional que une a ambos países, en las cercanías de la ciudad de Fray Bentos, para expresar su oposición a la planta. La acción, que fue obstaculizada por las autoridades uruguayas y argentinas, cobró no obstante estado público hasta convertirse en tema de Cancillería, y trascendió a los medios poniendo en primer plano una problemática hasta entonces silenciada.

A su vez, un conjunto de organizaciones uruguayas, tanto locales como nacionales están empeñadas en impedir la instalación de estas plantas y llevan a cabo distintas acciones con ese objetivo, buscando generar conciencia acerca de los impactos que las mismas implicarían y señalando además que ayudarían a consolidar y profundizar el actual modelo de monocultivos forestales que ha resultado social y económicamente nefasto para el país y su gente.

En ese marco, los ambientalistas también han establecido vínculos internacionales con organizaciones y personas de España, Finlandia y Suecia, con el objetivo de intercambiar información, obtener apoyos y coordinar acciones en los países donde las empresas involucradas tienen su sede.

Al mismo tiempo, las organizaciones que se oponen a las plantas de celulosa han planteado alternativas a las 600.000 hectáreas de monocultivos de árboles resultantes de la promoción de las plantaciones por parte del Estado. En ese sentido, han planteado la necesidad de elaborar un plan nacional para el desarrollo de una industria de la madera (que incluya desde productos de madera a la construcción de viviendas de madera), que genere puestos de trabajo estable para aportar a la gente lo que hoy más necesita: trabajo y mejores condiciones de vida. Que es precisamente lo que estos megaproyectos celulósicos no pueden ofrecer.

Fuente: Boletín Nº 83 del WRM, junio de 2004, actualizado en julio de 2006.

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