El ombú (Phytolacca dioica)
Observaciones hechas por Pérez Castellano en 1813 [1]

"El umbú [así se lo denominaba en aquella época] es un árbol grueso, alto, copudo, frondoso y de un verdor subido, que se cría espontáneamente en algunos parajes de estos campos. No tiene madera que se pueda llamar tal, porque su tronco y ramas, después de la corteza, se componen sólo de capas,

con que el árbol va aumentando su volumen; y aunque ese mecanismo de irse aumentando por capas parece común a todos los demás árboles; las capas del umbú se distinguen de las de los demás, en que en éstos las capas se unen y se conglutinan tan estrechamente unas con otras, ya más, ya menos según su solidez respectiva, que no presentan en la madera más que un solo cuerpo duro y firme; en vez de que en el umbú las capas se conservan siempre visiblemente separadas, sin formar entre sí mismas una unión estrecha.

En medio de la flojera, digámoslo así, con que engruesa este árbol, su resistencia a los vientos generalmente es mayor que la de muchos árboles de madera fuerte, a quienes el viento desgaja con más facilidad que al umbú.

Yo no conozco más que dos especies: una de machos que dan sólo flores, y otra de hembras que dan flores y fruto [2]. Se suelen poner en el campo cerca de las casas por su hermosura, y principalmente por la sombra que con su grande copa hacen en el estío, útil para las gallinas y para otros animales domésticos, y también para colgar la carne al fresco, que regularmente corre debajo de sus ramas.

flores ombú macho

flores y fruto ombú hembra

El motivo porque por lo común se siente correr aire debajo de los umbús, lo atribuyo a que por leve que sea el aura que corre, como corra alguna, tropieza en la copa espesa del umbú, y hallando en ella embarazo, tuerce su corriente hacia la parte en que no lo tiene, que es por debajo del árbol. Este efecto se hace muy sensible cuando hay dos árboles a la par, que unan arriba sus copas; porque pasando por cerca de ellos se suele sentir la corriente del aire que se reúne por entre los troncos, aunque no se sienta en otro lugar si el día está sereno.

Para trasplantarlos conviene esperar al equinoccio de setiembre; porque estos árboles, que empiezan a brotar a la mitad de octubre, suelen sentir mucho los hielos cuando no están arraigados, y por ellos se suelen perder si se ponen temprano.

A los dos años de haber comprado mi chácara trasplanté tres umbús que habían nacido el año anterior de 1774, y los puse en triángulo cerca de la casa a la distancia sólo de cinco varas [3] unos de otros con el objeto de poder atravesar de unos a otros, cuando fuesen grandes, tijeras de sauce, en que colgar cómodamente la carne. De los tres se me perdió uno, y en los otros dos que me quedaron hallé el servicio que me propuse de los tres; pues atravesé de uno a otro una tijera de sauce en que podía colgar todos los cuartos de una res.

Para que la carne no se mojase cuando llovía, pues mojada adquiere mal gusto y se pierde pronto, encaramé en la tijera atravesada en las horquetas de los dos umbús, un par de cueros grandes, que con huascas que se ataban por una punta en las garras, los extendían y se ataban por la otra en algunas ramas de los árboles. Cubierta muy bien la tijera con los cueros pasaban por entre ellos y la tijera unas huascas fuertes, que tenían cada una en un extremo un gancho de madera de los que en mi casa se suelen hacer del concurso de dos ramas de un grueso proporcionado. Cuando se colgaba carne no había más que engancharla, izarla con la huasca y atar el otro extremo en uno de los ceñidores de torzal que tenían los umbús atados flojamente en la cintura de sus troncos. Con esta operación sencilla estaba la carne siempre al fresco y preservada de la lluvia.

El ceñidor de torzal que tenían los troncos no sólo servía para asegurar la carne, sino también para atar los caballos a la sombra en cualquiera de ellos; pues sin el ceñidor no se podían atar cómodamente; porque los troncos que desde el suelo a las horquetas principales tenían cuatro varas de alto, y era necesario una escalera para subir a los umbús, tenían de circunferencia, en donde menos, las mismas cuatro varas, o muy cerca: con que para atar caballos en los umbús, o era menester clavar argollones en los troncos, o usar del ceñidor flojo que acabo de decir; los umbús a los treinta y nueve años de edad tenían dieciocho varas y media de altura, y el diámetro de su copa era por lo menos otro tanto.

Mi casa estaba abrigada con ellos de los sudestes, y parecía de lejos que se apoyaba a los árboles. Estos a mis ojos la adornaban con los verdes colgantes de sus ramas, y yo los apreciaba en tanto que hubiera despreciado una talega de pesos que me hubiesen ofrecido por quitarlos de donde yo los tenía.

Pues todo este bien, o casi todo, desapareció el presente año de 13; porque el día 2 de febrero hirió un rayo los dos umbús. Al que estaba más al norte y más cercano a la casa lo perdió del todo, y al compañero le maltrató las más grandes ramas. Al principio creí que el daño era muy corto; porque no se vio en el perdido más que un leve rasguño sobre la horqueta principal, y porque dos caballos, que estaban atados a él, no recibieron mal ninguno; pero a los pocos días las ramas grandes; que formaban toda su copa, se empezaron a caer, llevadas sólo de su peso, de suerte que no quedó en pie más que sólo el tronco; luego advertí que el fuego eléctrico había penetrado hasta las raíces por el sonido hueco que daba el tronco, y por el mal olor que despedía.

Así lo hice cortar todo, y que se cortasen también todas las ramas heridas del que quedó en pie. Todo el forraje que salió de los umbús, con que se podían cargar algunos carros, lo reduje a rajas y astillas, y después que se orearon, en que tardaron muchos días, las puse en disposición de darles fuego para sacar ceniza; porque me habían dicho que la ceniza del umbú era buena para la lejía, con que se hace jabón.

Como me he propuesto dar una idea de todo lo que yo sepa concerniente a los provechos, que se puedan sacar de una chácara, voy a darla del modo de hacer jabón, que yo ignoraba hasta el presente año en que lo he hecho con la ceniza de la broza, que junté de los dos umbús. Oreadas las rajas, sin esperar a que se sequen del todo; porque entonces pierden las sales, en que consiste el mérito de la ceniza, se hacen unos montones piramidales, cruzando las rajas de modo que el fuego pueda entrar por todo el montón, poniendo primero debajo alguna paja seca a fin de que por ella prenda el fuego. Cuando éste ha prendido y se comunicó a la leña que forma la pira, se tiene cuidado de ir tapando con astillas menudas, que están a la mano, las salidas grandes que tenga el fuego con el objeto de que no se evaporen las sales, o se evaporen lo menos posible.

Por este motivo de conservar las sales sería mejor quemar el umbú con toda la humedad que saca de sus raíces; pero quemarlo sin que se oree primero es obra moralmente imposible, como también lo es quemar las ramas gruesas sólo como el brazo cuando no se han hendido: así lo he experimentado yo, y para quemarlas he tenido que animar el fuego, echándole por encima al montón paja de trigo menuda, de la que se saca de la era después que se avienta el trigo. Esta paja, que por ser menuda se insinúa por todos los resquicios del montón, anima el fuego sin levantar mucha llama, y así se ha podido quemar bien una leña que sin ese auxilio era muy difícil quemarla. Cuando arde el montón se tiene también cuidado de echar encima la leña que se desparrama para que la penetre el fuego, y se deja amontonada hasta que se enfríe, preservando el montón de que se moje con alguna lluvia, que le llevaría las sales."

(se omiten aquí varios párrafos en los que el autor describe al detalle la forma de producir velas y jabón con sebo y usando las cenizas del ombú).

"Ahora volviendo a los umbús, que dieron ocasión a un artículo más largo de lo que yo pensaba, parece que estos árboles son muy perseguidos de los rayos; porque el mismo día que un rayo hirió a los míos, otro rayo hirió a un umbú de la chácara que fue de dan Domingo Guerrero. Cuando por ella pasaba para ir a misa vi que al umbú herido se le fueron desplomando las ramas del mismo modo que le sucedía al que se me había muerto en mi casa.

Fuera de estos umbús tengo noticia de otros que fueron heridos y muertos de rayo. Lo que hace creer que estos árboles son más expuestos que otros a ser heridos de este terrible meteoro. Así se experimenta, y puede provenir de que siendo por lo común los umbús grandes y corpulentos, y de que regularmente se ponen en lugares bastante elevados, alcanzan por su altura sobre la del lugar en que los ponen, a la región del aire en que los rayos se encienden con más frecuencia, a que puede concurrir también el que abundando, como ciertamente abundan, de sales; abundarán asimismo de nitro, que, según se dice, es una de las materias en que se ceba el fuego eléctrico, y es la que causa la explosión espantosa que se oye cuando el rayo se enciende. Siendo esto así, como parece por los efectos, parece también que lejos de ser esos árboles útiles a las casas, les pueden ser muy perjudiciales, y que más bien se debe aconsejar que el que los tenga, los corte o los arranque, que el que se pongan cerca de ellas.

A esto digo que la utilidad diaria y constante, que traen los umbús a las casas, se debe anteponer a un prejuicio remoto que por ellos pudiera sobrevenirles, aún en caso que hubiese algún peligro; pero aún este peligro remoto se desvanece sólo con reflexionar que cebándose el fuego eléctrico en los umbús quedan preservadas las casas que están cerca de ellos, y que para las casas vienen a ser los umbús lo que son para los navíos los conductores eléctricos, que se les ponen en los palos altos haciéndolos descender al agua por fuera de las cofas y de las mesas de guarnición; así lejos de ser los umbús para las casas un atractivo de rayos, les son un preservativo que las liberta de ellos.

Yo por lo menos no tengo noticia de casa ninguna que en el campo haya sido herida de algún rayo, teniendo cercano ese árbol; y tengo noticia de muchas que lo fueron, no teniéndolo. Por este principio y experiencia, que lo acompaña, soy de opinión que aunque los umbús no trajeran a las casas más utilidad que la de preservarse de los rayos, que tal vez las destrozarían, no teniéndolos; se deben poner cerca para preservarlas, y que el furor de los rayos se cebe en los umbús antes que en ellas. Pero al mismo tiempo soy también de opinión, que cuando amenace tormenta se separen de los umbús los caballos que estén atados a ellos; porque no siempre tendrán la fortuna que tuvieron los míos, de que el fuego sólo descendiese por lo interior del tronco, sin tocarlos."


[1] Texto copiado del libro “Observaciones sobre agricultura” de José Manuel Pérez Castellano. Colección de Clásicos Uruguayos, Biblioteca Artigas, 1968 (dos tomos)

[2] En el segundo tomo de su trabajo, Pérez Castellano aclara que no se trata de dos “especies”, sino que “en los umbús y laureles, las flores machos se hallan en árbol separado de aquél en que están las [flores] hembras”.

[3] Vara: antigua medida española que equivale a 0,8357 metros